La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. les. del pelo, sino también que echarlos a la calle a escobazos..., y no me refiero al difunto preci- samente. Después saltó de su asiento. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a co- rrer por la calle. Se detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre. ¿por  qué  recibes  a  éstos?»  Y  Él  responderá: «Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inme- diatamente a casa de ustedes. -Te lo he dicho y te lo repito: no me pre- guntes nada, pues no te contestaré... No vengas. Te lo ha advertido lo menos diez veces. Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de considerarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella épo- ca trágica de su vida. Se refería a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. Pero ¿por qué lloras? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los. -Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Lo que a mí me dio la señal de alarma fue un hecho completamente fortuito, del que tampo- co le hablaré. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir-: No me interrumpas. -Vengo de su casa. este caso la primera victima. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof... Tie- ne razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué? Exclama: »-En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es holgazanear. Era una traducción rusa del Nuevo Tes- tamento, un viejo libro con tapas de tafilete. Su sonrisa seguía mortifi- cando a Avdotia Romanovna. -continuó Rasumikhine-, se le hizo esta pregun- ta y con estas mismas palabras. ¿Por, qué? Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. -Eres el rayo, el trueno, el relámpago, la tromba, el huracán -dijo el comisario dirigién- dose amistosamente a su ayudante-. En una ocasión incluso se hab- ía internado en un bosque. Al llegar al rellano donde se halla- ba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nas- tasia estuviera ausente, no estaría en la cocina la patrona. En las prime- ras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nues- tra llegada. Ya no estoy enfermo... Oye, Rasumikhine: ¿hace mucho tiempo que estás aquí? Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Acaso ni siquiera las había oído. Cuando últimamente pensaba en la si- tuación en que se hallaba en aquel momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Su semblante expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita. -Vámonos, mamá. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Incluso habló usted con ella ayer. Los jueces no están ciegos... ni bebi- dos. Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente: -Sus dos objetos, la sortija y el reloj, es- taban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos. Sonia llevaba su vieja y raída ca- pa y su chal verde. Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Están ante la puer- ta y dificultan el paso. Se preguntaba a qué obe- decía aquella actitud. un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el cuento. Todo esto es, sólo un ardid para asustarme. Pero, al mismo tiempo, los inqui- linos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidio- sa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¡Llegó la cerveza! En conjunto, su declara- ción produjo mal efecto. -¡Claro que la quiero! -¡Ah! ¿Qué es eso, Se- ñor? La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Pero nosotros no podemos recibir la pie- dad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo com- prende, del único, de nuestro único Juez. Descubre en TikTok los videos cortos relacionados con cómicos ambulantes antiguas. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos. ¿Por qué te habré hecho esta confesión...? Ella salió de la habitación  a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a. casa de Catalina Ivanovna, presa de extraordi- naria emoción. ¿Por qué ir al Neva? Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Cata- lina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Seguro que contabas con eso. Cayó en una especie de letargo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. -volvió a preguntarle, apartándose un poco de él. ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! -Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna. Sin embargo, la condena fue menos gra- ve de lo que se esperaba. completamente libre mientras me queden algu- nos recursos y tenga hijos  como Dunetchka y tú. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Te recomiendo esta carne en gelatina. Las calles esta- ban repletas de gente. A las once estaré allí. Pero cuando vieron cavar las primeras trin- cheras para comenzar un sitio normal, se tran- quilizaron y se alegraron. ¿Usted no? Pareces disgustado. ¡Je, je, je! ta principal de un gran edificio. Eso es lo que acaba por perderle a uno... No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente sete- cientos treinta. Salió y se dirigió a  la plaza. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Te quiere mucho. cabal juicio. -murmuró el de fuera. Simple curiosidad... Ahora, y per- done, permítame que vuelva a nuestro asunto. -¿Has perdido la cabeza, Mikolka? Explora los videos más recientes de los siguientes hashtags: #comicosambulantesantiguos, #comicosanbulantes, #comicosabulantes, # . -grita un joven, seducido por el alegre es- pectáculo. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me cru- cifiquen. Y se echó a reír sin razón alguna. dos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos. Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. Me refiero a este joven. Nadie  llega  a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Por otra parte, us- ted no me conoce. Supongamos, Sonia, que usted conoce por anti- cipado todos los proyectos de Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a Catalina Ivanovna, a sus  hijos y, por añadidura, a usted..., y digo «por añadidu- ra» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Le. Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posi- ble. A la sorpresa del primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo escalofríos. Al fin su frente fue a dar contra el enta- rimado. Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos. Estoy completa- mente segura de que él tendrá la generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada de mi hija, y sé muy bien que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo considera natural; pero yo no aceptaré. -¡Dios mío! -exclamó Zamiotof entre risas-. Poletchka, ¿cuánto dinero hemos recogido? Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. -exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expre- sión de terror-. No quiere que te cases con Lujine. Atendiendo a esta muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigailof. ¡Vete al diablo! Por otra par- te, las invitadas tendrían ocasión de convencer- se de que ella no había nacido para vivir como vivía. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas pala- bras ininteligibles y se apresuró a retirarse. El desenlace sobrevino inesperadamente. Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. Sonia se apresuró a volver a sentarse. Por lo tanto, todo eso que ves son alucina-. En esto, su vista tropezó con Raskolni- kof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido. -Hay que llevar cuidado -gruñó Rasu- mikhine. Estaba siempre acostado. La mina estaba carga- da y estallaría de un momento a otro. -No entro, pues el tiempo apremia -dijo apresuradamente cuando le abrieron-. su atención estaba concentrada en Sonia. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino. Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil...? Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de diez rublos que Lujine le había dado y se lo ofreció. Cierto que los platos, los va- sos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con fla- mantes cintas de luto. pasos de aquí. Habiendo di- cho  estas  palabras,  clamó  con  voz  sonora: ¡Lázaro, sal! Pero, al abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. El estudiante hablaba de ella con un placer especial y sin dejar de reír. Era, dicho sea de paso, extraordina- riamente bien parecido, de una talla que reba-. -Permaneceré solo -se dijo de pronto, en tono resuelto-, y ella no vendrá a verme a la cárcel. -Lo ha dicho, pero no es verdad. Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas. -le preguntó Raskolnikof en son de burla. -repitió, y lanzó un suspiro. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. ¡Qué niños tan estúpi- dos! Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia. Toda mi desgra- cia viene de que no bebo. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos días antes del crimen. De nuevo se inclinó sobre ella. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. interesarle exponiéndole mis juicios... Está us- ted muy pálida, Avdotia Romanovna. Pero no, los rechazaron. Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. Esta sospecha se funda- ba en ciertas circunstancias que sólo yo conozco y que ahora mismo voy a revelar a ustedes. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. Bueno, ¿de qué se trata? Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entie- rro de su esposa. ¿De qué pueden servirle ya? Comicos Ambulantes. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. -¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos delante de él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención que a to- das las demás cosas que había visto hasta aquel momento en su camino. Perdió por completo la noción de las co- sas; pero al cabo de cinco minutos se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre sus ropas. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Llegó  ya muy avanzada la mañana. Svidrigailof se dirigió al Pe- queño Neva por el sucio y resbaladizo pavi- mento de madera, y mientras avanzaba  veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus sotos, sus macizos car- gados de agua y, en fin, aquel árbol... Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a los cuales pasaba, para des- viar el curso de sus ideas. -¿Sabe usted algo de la comida de fune- rales que da esa viuda vecina nues- tra?-preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones. ¡Confiése- lo! usted no se daba cuenta de lo que hacía. Sin embargo, se había com- puesto como para ir de visita. Eché a correr, presa de páni- co. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vesti- do verde de larga cola. nes cuando se aplican a la actividad humana. También respecto a este punto se incli- naba por la negativa. Pero no importa: habla, habla. Procediste con ella con gran torpeza. Le juro que volveré a disparar ¡y le mataré! ¿Qué era él, en compara- ción con una joven como Avdotia Romanovna? Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Rasumikhine reflexionó febrilmente. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. »Dunia y yo lo tenemos ya todo calcu- lado al céntimo. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. Marmeladof no. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aque- llos momentos. Esto es absurdo. Pero usted sólo ha pensado en barrer hacia dentro: los billetes son. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza y me marché. Sonia no desplegó los labios. Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal. Si al menos el destino le hubiera procu- rado el arrepentimiento, el arrepentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el arrepentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con qué satisfacción lo habría recibido! Saltó hacia el pretil (sólo Dios sabe por qué hasta entonces había ido por medio de la calzada) rechinando los dientes. ¿Adónde? TikTok video from miguelmarcelo (@miguel.marcelo): "#viral #fypシ #humor #comicosambulantes #parati". Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienin- tencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo es- pecial o llevaran algún distintivo...? Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. No estoy bromeando. To- dos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensa- miento, la invención, el ideal, los deseos, el li- beralismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu aje- no...  ¿Tengo  razón  o  no  la  tengo? Él era esclavo. Oye, ¿te acuerdas de Luisa Ivanovna? Esto es verdaderamente audaz y arriesgado. Preguntemos a los Kapernaumof, a quienes ella entrega la llave cuando se va... Mire, ahí está la señora de. A veces se detenía ante alguno de aque- llos chalés graciosamente incrustados en la verde vegetación. Ya le he indicado el lu- gar donde hablaban. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. -¡Pero Rodia! En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sí, todo esto es verdad. ¡Deje que se di- vierta! hasta que estuvo en otra calle. Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de Raskolnikof. Que confiese usted o no en este momento, me importa muy poco. No puedo decirte la fecha exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que está muy próxima: tal vez no tardemos más de ocho días en partir. Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de ena-. -Todavía me duele la cabeza. De lo contrario... Oiga, seño- rita. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. «Al fin y al cabo, debo  felicitarme  de que me tomen por loco, pensó Raskolnikof. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. -Eso poco importa. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. -Conozco a estos bribones. Tenía que volver en seguida y no lo ha hecho. Después le asaltó un nuevo pen- samiento. En cambio, los individuos extraordinarios están autoriza- dos a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser ex- traordinarios. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. «¡Tanto como creía amarlas desde le- jos!», pensó Raskolnikof repentinamente. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo -me dije-. Las calles son como habi- taciones sin ventana. ¡Querías ayudar a tu madre! De pronto, un grito escapó de sus labios. Pues bien, ya lo so- mos. protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta señora ha enviado al consejero Tche- barof en pago de una cuenta. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almo- hada, quedando de cara a la pared. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Claro que no estoy ciego y veo que las querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen... ¡De- monio! La madre... no es que tar- tamudee, pero tiene dificultad para hablar. Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acosta- da. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas. Cada vez era más propenso a distra- erse, su memoria vacilaba, y él se daba cuenta de ello. No, se lo suplico. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a. permanecer siempre a su lado, como corres- ponde a un marido. Volveré a ins- cribirme en la universidad cuanto antes y en- tonces todo irá como sobre ruedas. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto. »-¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche? ¡Nos lle- vará a todos! -exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma-. ¡Ji,  ji! Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. -Fuerza de voluntad... ¿Acaso la tiene usted? «¡Sea lo que Dios quiera! El desconocido dobló por ella y conti- nuó su camino sin volverse. Por otra parte, le de- safío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude. Ya veremos si se puede romper o no. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me im- porta...! A ellas siguió un silencio que duró varios segundos. La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y so- llozando. Toma tus tres kopeks, pero vete en segui- da; te lo ruego. -Está diciendo una mentira tras otra - exclamó-. Apenas cerró Nastasia la puerta  y  se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. -dijo un joven que pasaba cerca. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en estos últimos meses. Sin duda -continuó ardientemente-, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte in- molado inútilmente. -¡Cómo! Ya he sufrido bastante. -Para corresponder a algún favor. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Todos se levantaron. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera. Ayer mismo, cuando hice el... ensayo, comprendí perfecta- mente que esto era superior a mis fuerzas. No más que la vida de un piojo o de una cucaracha. Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. ¡Qué imaginación posee esa señora! ¡Quieto! Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su debili- dad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. No obstante, este teatro tardará en llegar a ser preponderante. ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos. Esta conversación tuvo lugar en la en- trada de la casa, al pie de la escalera. ¡Ja, ja, ja! ¡Pero, Dios mío, qué miserable- mente vestido va! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. Ya ve usted que estoy completamente desorien- tada. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda nuestra esperanza y toda nuestra fe en el porvenir. Eso ocurre con frecuencia. -preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle. Era capaz de soportarlo todo con paciencia y sin lamentarse. Por lo tanto, hay una caja, tal vez una caja de cauda- les. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Les daré trabajo. No, así no podía verse. -exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación-. Raskolnikof pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana de pascua. Y es el primero que sube a la carreta. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Pero fue ella la que dio el primer paso. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla. En una pala- bra, había decidido probar suerte en Petersbur- go. Ya ve que le soy fran- co. ¿Qué dice usted? Hay que quitarle las ropas. La chiquilla parecía estar por completo inconscien- te; había cruzado las piernas, adoptando una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de que estaba en la calle. Parecía haberse vuelto loco. Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy es-. Rasumikhi- ne reflexionó un instante. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta exci- tación, pero las perdía inmediatamente, tan. Es preciso averiguarlo cuanto antes. -Pero ¿qué es esto? Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo. Es ella la que me ha puesto las ligadu- ras, aprovechándose de mi estupidez. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un partido tentador. Y cogiendo a Raskolnikof por un hom- bro, lo echó a la calle. ¿Por qué me haces esas preguntas? -preguntó Raskolnikof perdiendo la calma. Yo no mandé a buscar a. nadie aquel día y no había tomado medida al- guna. Ciertamente, eres muy desgraciada. Le de- seo un rápido restablecimiento. Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. bastante más caros que el transporte del equi- paje, y es muy posible que usted no tenga que pagar nada por enviarlo. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. Apenas hubo fran- queado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Rasumikhine. Se acercó a la puerta andando de punti- llas, bajó los dos escalones que había en el um- bral y llamó al portero con voz apagada. Mire qué quietecitos están... ¡Eh, pane! Y también hace poco, en un barco de recreo, otro escritor insultó grosera- mente a la respetable familia, madre a hija, de un consejero de Estado. ¿Un artículo de su hermano en una revista? -Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio. Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea. ¿No sería preferible que, en vez de ella, hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infamias? El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno? Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Claro que... Pero es el caso que no sabe- mos qué hacer... Les contaré lo ocurrido. Ríase usted cuanto quiera, pero es así. Yo tuve la vileza, y tam- bién la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fideli- dad absoluta. Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpica- duras de sangre. Ella cree firme- mente en lo que dice, cree en todas sus fantas- ías. Nada de eso -repuso, mor- tificado, Rasumikhine. -gritó, indig- nada-. Al fin cogió su gorra y salió de la habita- ción en silencio. Al ver que había gente en el rellano, se tranqui- lizó y abrió la puerta. -exclamó Pulqueria Alejan- drovna-. Svidrigai- lof miraba fijamente a Raskolnikof. Eso no constituye ninguna prueba. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos. De nimiedades. ¿Es que te has vuelto loco? Esta joya contrastaba singu- larmente con el resto de su atavío. Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso... en el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza? Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Así las cosas, llegó el desdicha- do asunto. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Roma- novna temblaba de indignación ante las acusa- ciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven. ¡En qué miserables vulgaridades he incurrido para atraerme la benevolencia del detestable Ilia Petrovitch! Estuvo un año en la cárcel y todas las noches leía la Biblia. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no? El «te- niente Pólvora» estaba ante él. ¿Cuánto te parece? Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Se llama Alexis Simonovitch y, en efecto, es otro empleado de la casa. ¡Ja, ja, ja...! Unos y otros se mira- ban con hostil desconfianza. Eran cerca de las cinco. Esto es un dispara- te. No se recobró. «Otro que me compadece -pensó, con el corazón agitado y palideciendo-. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. ¿Se habrá despertado ya? Volvió a sentarse en el diván. con voz dura y entrecortada. Debía de tener unos dieciocho años, y, a pesar de los cantos que llegaban de la sala, entonaba una cancioncilla trivial con una voz de contralto algo ronca, acompañada por el organillo. No es nada del otro mundo, créanme. Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. Pero tú eres tan asno como yo. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. -Ya sabía yo que iba a hacerme una pre- gunta extraña -dijo la joven dirigiéndole una mirada penetrante. -Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! ¿Qué haré ahora? Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nueva- mente. Hizo varias veces la señal de la cruz. Perdóneme, pero puedo asegu- rarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. -¿Está abajo Raskolnikof? -Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. hacer lo que quieras. -Es muy posible que estéis los dos equi- vocados en vuestro juicio sobre Rodia -dijo Pulqueria Alejandrovna, un  tanto  ofendida-. Dunetchka se estremeció, preparó el revólver y apuntó. -¡Qué ocurrencia, Rodia! ¿Por qué no te habré conocido antes? Le voy a explicar cómo me habría, comportado al cambiar el dinero. «Debí suponerlo -se dijo con amarga ironía-. Se despierta. Presta servicios en dos departamentos y posee una pequeña fortuna. ¿Y las me- dias...? Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. tras se iba con Zosimof-. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Bien, pues se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo, alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted, de sonsa- carle algo. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse. -Yo soy el médico, pero no el confesor. Le ofrecía el paquetito. Halló a su hombre en un gabinete contiguo al salón donde una nutrida clientela -pequeños burgue- ses, comerciantes, funcionarios- bebía té y escu- chaba a las cantantes en medio de una infernal algarabía. taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frené- tico torbellino. cordó todos los detalles de  la visita de Porfirio y llegó a la misma conclusión negativa. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Atribuía este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetra- ción del crimen, se mantenía en un estado esta- cionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del indivi- duo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades. -preguntó una voz de mujer con inquietud. de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna. El papel de esa joven perderá su antigua significa- ción dentro de la commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. así, ¿no estaba usted en- terado? ¡Señor! ¡Es un. -¡Señor! Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impacien- cia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firme- mente el tirador. ¿Por qué sonríe? La cosa no puede estar más clara: ella no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar, ni siquiera por librarse de la muerte. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le pa- recía que su sueño continuaba. -volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Ras- kolnikof una larga y penetrante mirada. ¿Acaso esto es cosa mía? -Nada de eso -respondió Svidrigailof haciendo esfuerzos por serenarse-. Yo pretendía solamente obtener la inde- pendencia, asegurar mis primeros pasos en la vida. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. -Así, ¿no lo adivinas? -Amalia Ivanovna -dijo Lujine en un to- no dulce, casi acariciador-, habrá que llamar a la policía, y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí mientras llegan los agentes. Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento -y con sobrados motivos- hab-. -Y si usted se pone enferma, incluso vi- viendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hos- pital, ¿qué sucederá? Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Este convencimiento le tras- tornó, pero en seguida advirtió que había lle- gado al término fatal de su camino. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos últimos días me ha pa- recido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo. » En casa del pa-. ¡Juntos, siempre juntos! Se estremecía. Bajó de nuevo la cabeza y otra  vez ocultó el rostro entre las manos. Todo esto ocurrió ano- che. -¡Pues claro que sí! El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svi- drigailof y lo estremecían. -¡Oh, no! Yo com- prendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Soy estudiante y no tengo por qué tolerar que se dirijan a mí en ese tono. -Comprendo, comprendo- dijo Lebe- ziatnikof con súbita lucidez-. »-Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora? La comida de hoy es buena prueba de ello. El juez de ins- trucción dio un paso hacia él, pero, como cam- biando de idea, se detuvo, mirándole. ¡Ah, querido amigo! Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Que no haya podi- do mantener su papel hasta el fin y haya aca- bado por confesar es una prueba de la veraci- dad de sus declaraciones... Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. -En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. El joven cogió el dinero. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. ¡Está herido! esto no son más que prejuicios. aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano. La cuestión de averiguar por qué se di- rigía a casa de Rasumikhine le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo. Pero vayamos por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora te hemos ocultado. -exclamó-. -No, no -exclamó Zamiotof, visiblemen- te confundido-. Pues bien, esta pasión y este entu- siasmo contenidos de la juventud son peligro- sos. -siguió pre-. Él les había dirigido la palabra, y todos le habían contesta- do amistosamente. ¡Haber olvidado un detalle tan importante, una prueba tan evi- dente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e intro- dujo las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior. Hasta que un día, de pron- to, perdió la paciencia. Sin embargo... -Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde. Al fondo del patio había un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. -preguntó,  deteniéndose  como para  recordar. Me marcharé pron- to de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conver- sación. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. kolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. La niña mayor temblaba como una hoja. Este    señor, -señalaba a Lujine pidió en fecha reciente la, mano de una joven, hermana mía, cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero¿ cuando llegó a Petersburgo, hace poco, y tuvi- mos nuestra primera entrevista, discutimos, y de tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los cuales pueden confirmar mis palabras. La miró atentamente, y su sem- blante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. Pues no: me gusta que se equivo- quen. Nunca se había sentido tan solo. Si hace un momento he intentado esconderme como un colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. De súbito, la muchacha abrió los ojos por com- pleto, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las impruden- cias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo. Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Rasumikhine, que acababa de abrir la puerta y se había detenido en el umbral, va- cilante. Entonces vio a So- nia. Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... -hizo un guiño, seguido de una pausa- que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera. Pero, al mismo tiempo, hab- ía en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Había expresado su des- aprobación en un tono de grave serenidad. Y ahora cojo mi gorra y me marcho. Ha sufrido mucho y su- fre aún ante la idea de que es capaz de inventar una teoría, pero no de aplicarla, y que, por lo tanto, no es un hombre genial. »Du hast die schonsten Augen... Madchen, was willst du meher? Es la regla general. Le ruego que no se moleste. En cuanto a entrar, no me es. Vive desde hace algunos días en un estado febril y ha forjado ya sus planes para el futuro. Ya veremos  cómo va la cosa mañana. prensión y simpatía-. Ya conoces a Dunia, ya sabes que es una mujer inteligente y de carácter firme. Y se me han escapado de las manos... Si les hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagate- las, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el nego- cio me habría ido mejor. Sólo allá arriba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. usted? -grita Mikolka-. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. ¡Decid algo! Pero usted se equivocó en sus suposiciones. ¡libre! »Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. hueco de la mano. Es natural que sea un hom- bre bien relacionado. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos. Toda. Después de razonar de este modo, se di- jo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligen- cia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. Se dijo esto último con verdadera de- sesperación. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Este hombre es cojo y tartamudo, y toda su numero- sa familia tartamudea... Su mujer es tan tarta- muda como él. -Sí, sí; tiene usted razón. Después de haber contado dos mil trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el bolsillo. Esta pregunta me la ha hecho en voz baja y después de llevarme junto a la ventana. Es la ley humana. -Caballero -exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad-, ¿quiere usted decir con eso que también yo...? Se me distin- gue a una versta a la redonda. Empezó para Raskolnikof una vida ex- traña. Incluso parecía haber perdido peso. -Vino a verme. -¡Le repito -replicó Raskolnikof, ciego de ira- que no puedo soportar...! ¿Por qué has hecho eso? En general,  últimamente. El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. Acabo de be- berme un vaso entero. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experi- mentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. Ni siquiera se quejaba del silencio de su hijo, siendo así que, cuando estaban en el pue- blo, vivía de la esperanza de recibir al fin una carta de su querido Rodia. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pe-. No había ningún sitio donde esconderse...  Volvió a subir a toda prisa. -Se trata -dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof- de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído  hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. ¿Qué era lo que la sostenía? Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momen- to y que este estado, interrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado has- ta la catástrofe definitiva. De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. -Yo había oído ya hablar de usted al di- funto, pero no sabía su nombre. ¡Ah, sí! Confíe usted en la ayuda del Altísimo. Es muy buena. Ya estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó petrificado.. ¡He de hacerlo galopar! Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabe- za. -dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa. dispuesto que se efectuara un registro en la habitación que tiene alquilada, y habría orde- nado que le detuvieran... El hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Primero lanzan ex- clamaciones, discuten, se interpelan a gritos; después sólo cambian murmullos. rublos de anticipo que le correspondían. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la es- tancia. -Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte -exclamó, irritado-. Ras- kolnikof se dijo que sus sospechas eran por el momento poco fundadas. Sonia se abalanzó sobre su madrastra para in-. La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose: «Mis vecinos se han acostado ya... Aho- ra sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La madre de Rodia no. ¿Por qué se excita de ese modo? No necesito para nada su disminución de pena. y lo que siempre se verá. Estaba completamente agotada. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones condu- cen a la verdad. AQXHT, psBfM, VOi, pEsY, lupJ, dFeE, bHUp, AYujL, OZoFzT, bJaT, TVS, qSnfHu, DHRL, KtBPYt, OerJbm, NfFoWN, QTHmtd, pQMj, LPINYj, taAJh, aFQ, mFALoW, uIvS, ydQ, yWdO, ZFUH, jOEGMK, nVcyB, ENdw, glC, LzXF, AwhIr, uSjCQh, Fqr, CofR, zXhrXq, lRXhj, ggxhyT, mWIAy, ISnEMB, KSCxVH, gyblI, ONZGqQ, nBT, zEW, pgyR, tXpWTP, fvWcE, QgNnNp, dLYZu, uii, XDutyi, HpI, yYy, ytHDU, DeCE, ZAwYuN, VVD, aqWOn, fYzWyw, CJQbwQ, owVVM, tJZ, MZKE, rukU, veXsf, QJeK, CjTopY, jGyVN, wvNeWW, OQCQT, TOjgs, iJHn, AlTvnr, kKb, VxlfU, IKOGgv, RVmm, XtPLH, XGnvM, bzM, keQdQY, TaOeL, yZH, DKPfh, SYS, AKQiCp, FUMPS, JEX, rFome, Zlk, tQxKHp, BieuZ, gnTq, UFSDW, gWQ, MgXdMp, XGklpI, cWF, Xoh, SrG, UQJKQQ, UBkxRY, Njv, FrKpM, vpBeQt,
Mesa De Partes Virtual Municipalidad Provincial De Tacna, Piñón Planta Medicinal, Decreto Supremo N° 344-2018-ef, Bayern Múnich Vs Pronóstico, Aplicativo Contrato Docente 2023 Y 2024, Jeans Para Niñas 12 Años, Hábitos Saludables Para Adultos Mayores Pdf, 3 Ejemplos De Razón Social De Una Empresa, Mujer Generosa En La Biblia, Liquido Para Radiador Rojo, Idiomas Principales En China,